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Lo decía mi hijo. No podemos irnos de París sin visitar el
Museo del Louvre y ver la
Mona Lisa. Y, naturalmente, fuimos. Como el viejo sastre ya conoce el paño, conseguimos convencerlo de dedicar la mañana a una única sección, y paseamos por las Antigüedades Egipcias. A la salida, por supuesto, pasaríamos por la sala de la
Gioconda y, de paso, subiríamos una de mis escaleras favoritas, sobrevolada por la Victoria de Samotracia. Por cierto, la vi algo envejecida, como si estuviera más sucia, pidiendo a gritos que la gente de
Gares le dedicara un ratillo de limpieza con láser. Y no es que nadie le quite el polvo. Es que poco a poco nos hemos ido dando cuenta de que lo que cubre el mármol no es noble pátina del tiempo, sino mierda.
El Louvre estaba, como casi siempre, atestado. Parece imposible que un edificio como éste tenga la capacidad de digerir esa masa continua que lo alimenta. Y lo primero que uno admira no son las colecciones, sino esa magnífica realidad en la que se ha convertido el Grand Louvre, comenzando por la gran plaza pública creada bajo la magnífica pirámide de vidrio. Una obra que en 1989 fue polémica, pero sin la que hoy no entenderíamos este museo. Porque, como toda buena arquitectura, la obra de Ming Pei no sólo destaca por su valor estético, sino fundamentalmente porque resuelve de la mejor forma posible un grave problema espacial del edificio.
De esta forma, a pesar de la enorme afluencia de público, uno puede ordenar de manera aceptable su visita al museo. El recorrido por la extensa sección egipcia fue interesante, como siempre. Y la circulación, correcta: incluso podíamos pararnos delante de algunas vitrinas para apreciar las facciones de los escribas o los gatos momificados. El problema llega cuando uno intenta acercarse a las grandes estrellas. A la Mona Lisa.
Porque, como borregos, todos acabamos confluyendo en el mismo sitio. Por más que, antes de llegar, dejemos atrás
La Virgen de las Rocas, obra maestra de Leonardo que, ésta sí, uno puede detenerse a disfrutar con tranquilidad. Sin nadie alrededor.
Si cuando uno está delante de un cuadro siempre le surgen preguntas, ante la Gioconda la pregunta estaba clara: "¿Qué hacemos aquí?" Acercarse al cuadro era, simplemente, misión imposible. Echando un vistazo alrededor, te dabas cuenta de que nadie conseguiría ver la tabla en directo. La mitad de los presentes porque no llegarían más allá de la quinta fila, próxima a la línea de los siete metros; la otra mitad, privilegiados que conseguirían un hueco entre la multitud, porque entre sus ojos y la obra encontraban un objeto interpuesto: el móvil. Con dos únicas opciones: foto o video. Empujones, malas caras, tiempo perdido... no para disfrutar de una obra de arte única, sino para conseguir una imagen incomparablemente de menor calidad que las que uno encuentra desde el sillón de casa a un solo click.
Si no puedes con el enemigo, únete a él. Así es que, mientras Andrés luchaba por conseguir vislumbrar siquiera alguna forma tras el cristal de seguridad, saqué el móvil para fotografiar el verdadero espectáculo de aquella sala: la masa realizando lo que en cualquier estadística podemos encontrar catalogado como "actividad cultural".
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Este es el modelo del Louvre, el museo más visitado del mundo en 2012 según una
reciente estadística. Un modelo que no es tan diferente al de otros grandes museos, contenedores de inmensos tesoros que dormitan asfixiados por su propio éxito. El museo debe enseñar y divertir, proponer miradas diferentes, sorprender, llenarse de actividades... Pero ¿qué se puede hacer cuando aspirar a atender al público visitante con una mínima dignidad resulta tremendamente complejo?
A pesar de los postmodernos agoreros que cantaban, entre otras, la muerte de los museos (décadas finales del siglo XX), los museos siguen vivos... Y los grandes museos -como el Louvre, pero también como el Prado- están, además, llenos. Pero eso no quiere decir que hayan dejado de tener problemas. Al contrario, los grandes museos se han convertido en muchas ocasiones en dinosaurios, ejemplos de la insostenibilidad cultural (esos flashes golpeando las pinturas del Louvre...). Lejos de planteamientos museológicos modernos, tienen que dedicar grandes energías, muchos recursos, a mantener su propio peso. Enormes, estáticos, anquilosados. Cada vez más espectáculo y menos cultura, porque cada vez enseñan y divierten menos al visitante. Porque lo que buscamos es, simplemente, conseguir un nuevo click en la casilla del facebook: "Juan B. estuvo en
El Louvre", o "Juan B. ha visto
La Gioconda".
Porque estos grandes museos no pueden ni siquiera articular un discurso coherente ni un programa claro, más allá de la atención al gran público masificado. No hay discurso, no hay actividades, no hay nada, porque no da tiempo a
nada más allá de intentar asegurar unas mínimas condiciones de seguridad
tanto para las coleccines como para el público. Y no es tarea fácil. Los esfuerzos (los recursos) se destinan, simplemente, a que no se termine de desbordar. Y a alguna labor de maquillaje cultural, como la oferta de exposiciones temporales que, en la mayoría de los casos, acaban convertidas en hitos sociales para el consumo de masas. Los huevos del dinosaurio.
Lo siento, pero no tengo soluciones. Sólo la constatación de que hay otro tipo de museos. Que no llegarán a las listas de "más visitados" pero que, sin duda alguna, resultarán bastante más placenteros. Os lo intentaré explicar con un ejemplo pero... en una próxima entrada.